Jakob Roggeveen, era el navegante. Con cartografía fresca y
astrolabio la distinguió sigilosa en aire doliente y oro desfigurado. La
supo solitaria, bajo la inflamación que sólo se dibuja en un abismo de
preguntas, la transpiración de unas huellas que no se conocen visibles,
y la maternidad de piedra entre sus costas. Jakob, desfallecía. Tuvo
miedo, miedo ancestral, de especias, de altura, miedo al todo, y de cómo
el todo le hablaría, descubierto. El pueblo rapanui habría llegado a esta tierra desde una mítica isla llamada Hiva, siendo guiados por Hotu Matu'a, su primer ariki,
o rey, hacia el siglo IV. Si alguna vez hubo sangre ya era un rastro
noble de ídolos rotos. Hotu Matu’a buscaba una tierra donde asentar la
sombra primigenia, el regazo de la voz que continuara relatando el
legado. Ya advertido de la historia, el navegante neerlandés se aproxima
al entorno rasgado por un misterio puro, de esos misterios que caen en
los pies de cualquier letra a la leyenda. Creyó impregnarse del olor
ancestral de unos habitantes en lujo de cielo, de cercanía a
interpretarse bajo hambre de divinidad. Allá estaba la explanada,
desmayándose en sendas estatuas de piedra, ya muy ancianas de cruzarse
el silencio del mar una y otra vez. Era el georama incomprendido, pero
deseado, incomprendido pero fiel a una nueva luz, incomprendido, pero
justo a desnudarse.
Como si fuese el peso de un teatro, las estatuas eran magníficas. De pronto yo estaba allí, sin identidad constante. Estaba en la textura del primer granito, o escalpelo imaginario en incisión, buscando acampar en ese aliento de sombra que los siglos íntimos de cada piedra me brindaban. Desde niño echaba las barcazas de mis sueños hacia ellas. Le decía a mi padre “quiero ir a la isla de las rocas grandes”. “Tendrás que navegar mucho” me decía, “esa isla queda en mismísimo culo del mundo”. Buscaba en los mapas entonces, diluviado en una obsesión que disfrutaba y no me permitía llegar a tierra. Hasta que la vi, y soñé. Me atreví verla como un cáliz, rebelde, fuerte, castigador, cuyo contenido era un brebaje inflable y visionario que te empujaba al intramundo y desde allí podías volar junto al cóndor y el turpial, tocar las salamandras de jaspe, y el litoral del dios descalzo. Mi mente esculpía la princesa desnuda a la que llamé Hinia-Nua, “flor de fortaleza” y que, con un arpa recitaba durante largos días la creación del mar. Tuve un ejército, galeones, nadadores hechos de caña y piedra caliza, y una corte de magos. No teníamos ropa, la desnudez era código, ensueño, idioma. Y de panorama, las estatuas; soberbios centinelas soplados a silencio, macizos en el puño del ingenio, perdidos en las hectáreas que parecían arrobar el limpio oráculo a una inmortalidad, levitada y merecida.
Aún no se sabe quién o cómo se erigieron las estatuas. La isla de Pascua, muy cerca del gran Chile de Gabriela Mistral o Pablo Neruda-Huidobro, otro príncipe encarnado-aparece cruzando despacio el nado con los ojos. Yo estuve en sus vidrieras. Mi niñez me cerca por las noches, perdido en mis lecturas, y llega a mi ventana la princesa desnuda, se despeina, suda su mar recordado, y empieza a besarme los ojos.
La isla, se acerca.
Como si fuese el peso de un teatro, las estatuas eran magníficas. De pronto yo estaba allí, sin identidad constante. Estaba en la textura del primer granito, o escalpelo imaginario en incisión, buscando acampar en ese aliento de sombra que los siglos íntimos de cada piedra me brindaban. Desde niño echaba las barcazas de mis sueños hacia ellas. Le decía a mi padre “quiero ir a la isla de las rocas grandes”. “Tendrás que navegar mucho” me decía, “esa isla queda en mismísimo culo del mundo”. Buscaba en los mapas entonces, diluviado en una obsesión que disfrutaba y no me permitía llegar a tierra. Hasta que la vi, y soñé. Me atreví verla como un cáliz, rebelde, fuerte, castigador, cuyo contenido era un brebaje inflable y visionario que te empujaba al intramundo y desde allí podías volar junto al cóndor y el turpial, tocar las salamandras de jaspe, y el litoral del dios descalzo. Mi mente esculpía la princesa desnuda a la que llamé Hinia-Nua, “flor de fortaleza” y que, con un arpa recitaba durante largos días la creación del mar. Tuve un ejército, galeones, nadadores hechos de caña y piedra caliza, y una corte de magos. No teníamos ropa, la desnudez era código, ensueño, idioma. Y de panorama, las estatuas; soberbios centinelas soplados a silencio, macizos en el puño del ingenio, perdidos en las hectáreas que parecían arrobar el limpio oráculo a una inmortalidad, levitada y merecida.
Aún no se sabe quién o cómo se erigieron las estatuas. La isla de Pascua, muy cerca del gran Chile de Gabriela Mistral o Pablo Neruda-Huidobro, otro príncipe encarnado-aparece cruzando despacio el nado con los ojos. Yo estuve en sus vidrieras. Mi niñez me cerca por las noches, perdido en mis lecturas, y llega a mi ventana la princesa desnuda, se despeina, suda su mar recordado, y empieza a besarme los ojos.
La isla, se acerca.
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