He partido un trozo de cedro. El olor del tiempo se desviste en una visión que lleva en mis hombros, hábito de palabras. Esperé mucho esta visita al tabernáculo. Fueron, diría, pasajes que hice perder entre el rodaje de la razón, los fuertes asechos de Nietzche, pasadías con Stendhal, pulseos entre Sartre,Spinoza, Hegel, Kant, y otra diestra de filósofos, que deseo guardar por silencio en la memoria. Hablé en polinomios. Hablé en poesía, y aquí te encuentro: Cristo. Fue otra vez, una primera vez. La misma escena zurcida entre secretos, arenas, dunas, salones manchados de llanto, y las pequeñas crucifixiones de la mirada. Recordaba un Cristo el cual vuelve y se despierta a mi lado, sin una taza de café, o mis tostadas, o por la noche sentado en mi butaca, luego de un episodio de copas, amores de barra, deshielo del pudor, o el sonido ingenuo de las galletitas de chocolate, y el vaso tranquilo de leche persiguiendo una lectura sobre la poesía de Laura Gallego, o el asomo de Auden, poeta erguido de señales. Ahí estaba él, ignorándome, y yo ignorándolo. Cristo, estaba en mi butaca, deshojando una sangre de amor, tocando mis libros, o buscándole raza de vuelo a mis poemas. Desfigurado estoy por su misterio. Hay ríos en su presencia, el Jordán allá crestado en la voz de Juan, El Bautista...luego, si alguna duda queda, Lázaro en regreso de la muerte, o antes, Caná y la alquimia del agua.
Hablamos. La voces bailaron signos, los suyos, los míos; la sinagoga, la raíz de aquella estrella vieja perdida en mirra de las expediciones, la vendimia de ángeles largamente sembrados en lenguas de sequía, la borrachera de Herodes El Grande, podrido en la vagina de Salomé, la faca que desfigura inocencias, la huida a Egipto, el hambre en nácar de María, la madera inexpresiva de José, las sombras en alpargata; ya sea esparto, ya sea cáñamo. En fin, hablamos. Me abrazó, y recordé a mi padre en su abrazo señorial antes de irse al rigor de los planos, el cartabón, o las señales de cemento. Recordé a mi madre antes del beso de la merienda, recordé mi árbol genealógico, siglos antes del estupor, y la soledad de los nombres.
Dijo amarme. Esta palabra me descubrió, no la conocía. Ser poeta, muchas veces es callar la insolación del amor. O cerca, o lejos, mio o de otros. Al mismo tiempo el poeta fulgura por su verbo, amor, denuncia, descubrimiento. Cristo estaba echado en su mar vestido en el cardumen más extranjero al idioma de la cotidianidad. Dulce forastero, incrédulo a veces, como yo, para que le ame. Aquí los dos, uno frente al otro, sin decir nada, sólo el eclipse púrpura de una imaginación recordándose, recordándolo, vistiéndome hombre nuevo en la mirada de él. Confieso que no soy cristiano, pero él, lo dijo en el Evangelio Apócrifo de Tomás: “El Reino de Dios está en ti, y en derredor tuyo; levanta una roca y me hallarás, parte un trozo de madera, y allí estaré”
Cae la noche en Jerusalén. La plata de la noche es un milenio humeante entre visiones, pozos de soledad, Gaza, a los lejos, masacrada, y aviones henchidos por el odio jugando a los ángeles del fuego. Los trenes del viento tienen paso de sangre.
Yo descanso. Cristo sigue leyendo mis poemas al abandono.
Marioantonio Rosa.
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