”Más allá se extendían las llanuras, donde alcanzaban la perfección esas aromáticas sustancias que también hoy produce la tierra y están hechas ya de raíces, ya de hierbas, de árboles, flores o frutos. Todo esto producía en abundancia aquella isla santificada, cuando aún estaba bajo el sol."
Platón
Critias y Timeo
Sobre La Atlántida
a Lynnette Mabel Pérez y Lulú Collazo, en la conversación de vida
Me despierto con el mar. Llevo en el sonido de mis ojos el sargazo de una playa aún remota para mi infancia. El bramido del mar tiene un hogar de celajes en mis oídos y junto a la memoria ha ido, en ceguera blanca, para que nadie le toque. Las olas traen tesoros. Robinson Crusoe partido entre las olas llegaba a una isla, y fue de ella; su arena, su línea de fantasía, su relato entre mareas ágiles. Pablo, el apóstol, se arrimaba con fatiga luego de una gran tormenta a la isla de Malta con el aún salado verbo de Cristo, en los labios, y el cárdeno cuerpo de las resurrecciones. Tiempo después el almirante genovés descifraba un código de algas y una gaviota extraviada a cielo mediano, a caduceo indeciso; a veces círculos, a veces a ras diagonal, a veces deseo de más altura. Supo que había tierra muy cerca. Abrió sus mapas: la sospecha era luminosa. Vicente Yáñez Pinzón, capitán de la carabela La Niña subió al mástil de navegación y divisó lo que, muchos meses antes, era considerado la locura por excelencia: la redondez de la tierra. Yo le añado: el umbral del Nuevo Mundo.
Muchas veces hemos leído esa historia, ahora actualizada por las
navegaciones de los vikingos, y el diario perdido de un explorador cuyo
nombre no recuerdo, que confiase sus notas a Cristóbal Colón y éste,
vociferaba su autoría en las cortes españolas. Incierta es la historia
de los hombres. Hoy seré ciudadano de una mucho más particular. De niño,
mirando el mar de Naguabo en esos veranos donde la casa de playa se
convertía en mi fortín personal de lecturas fantásticas, ajedrez,
Engelbert Humperdinck y su Hansel y Gretel, The Monkeys, Jonh Lennon sin Paul Macartney, The Carpenters,
o las horas dibujadas al asedio de las tirillas cómicas, recordaba a La
Atlántida, y me iba intruso hacia su voz, lacerado por lo invisible.
Platón hablaba de ella como si la hubiese caminado en un carromato de
palabras doradas y videntes. Luego la discursaba ilusionado, enhiesto en
substancia iniciática. La precisa descripción de los textos de Platón y
el hecho que en ellos se afirme que se narra una historia verdadera, ha
llevado a que, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo
XIX, durante el Romanticismo, se hayan propuesto numerosas conjeturas
sobre la existencia y real ubicación de la isla. Fue una inundación, un
cataclismo, quizá la trasmutación veloz de los espíritus en agua, que
quedó vencida por el mito, sin saberse palpada o conquistada, al menos
por un soñador.
Yo la encuentro cerca de mis ojos. La sueño. Allí deambula Critias y
Timeo, errantes hermosos de una topografía en singularidad de ángeles.
Me atrevo a acercarme. Estoy desnudo. No existe nada material que me
elija. No existe oscuridad porque cuando la luz es uniforme en su
aliento de ondas y explanadas, la noche es imposible. Hay varias lunas
en una corona de aire y gran cielo en adivinanzas. Cirros morados como
de un fuego, esperando. Ahora, entre las luces escucho a un Solón
inconcluso entre agrios jeroglíficos egipcios contando al mundo la
sombra de La Atlántida. Yo, desangro mi cruzada en un supremo arcoíris,
amoroso, benéfico, sin comienzo, perpetuo. Amo mi pobreza, palabra
maldiciente en estos días de hartazgo consumista. Mi pobreza consiste en
desprenderme de los nombres, los títulos, los actos de posesión, los
insumos del deseo, antes, y ahora. Ser pobre en luz, porque nada me
queda de esa vieja piel marcada por los caminos. Mi espada escinde hacia
la gran palabra. Soy un mortal tranquilo, un ciudadano bajo duelos
iniciáticos. El alma crepita una candileja noble que ama, y ama en
verdad y para la verdad. He pisado la isla, demarcado su clima ya
invocado en los algoritmos, he visto desde ese desprendimiento el MUNDO
CERO. Lo que fui, ya no está, lo que soy es una riqueza más infinita
bajo toda ciudadela en agua. Nunca estuve en la pobreza, porque me he
visto desnudo en mi interior, y no fallezco. Y pensar que el niño que
abandoné en aquél mar de Naguabo, esperando el brotar de La Atlántida,
para contárselo a sus juguetes y libretas de aviso, vuelve irredento a
encontarse con ella, luego de Platón, e Ignatius Donelly, y tan pequeño,
tan incapaz de llamarse poesía, que otra vez apago mi lámpara y callo.
No es silencio, es otra manera de amar, este viaje.
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